miércoles, 21 de marzo de 2018

Lectura campestre I: Tío Theodore, Isak Dinesen (Parte 2 / 2)


-¡Mon –dijo el administrador al pensar en las habitaciones del cuarto piso –Dieu! –y al decir esto, expresó sin saber los pensamientos del vizconde.


Los desconocidos sirven de puntal a la gente bien educada, y cuando el administrador se hubo marchado, ambos se pusieron de pie.  Jacques sentía que había conjurado a un fantasma y no sabía que esperar de él. Su alma buscaba con desesperación la imagen de algún santo; toda la antigua piedad religiosa de los Vieusac revivió en él y sus dedos sintieron la ausencia de un rosario. Suzon, como hija del proletariado, pensó en la policía. Estaban pálidos, sin expresión, y se miraban a los ojos.

-Creo que voy a morir –dijo Jacques.

-No –dijo Suzon, y al mismo tiempo -: ¿Cuáles serán sus condiciones?

-¿Las de quién? –preguntó Jacques estupefacto.

-Las de tío Théodore.

-¿Crees que pondrá condiciones? –dijo Jacques.

-Sí, las pondrá –repus Suzon-; dirá que él tiene cierta cantidad para invertir en un negocio. Luego nos pedirá algo a cambio. No se me ocurre qué podrá ser. Tal vez desee que le presentemos gente: banqueros y personas por el estilo, y está en posición de exigírnoslo porque él tiene el capital y nosotros no.

En este punto Suzon repitió ciertas opiniones que había escuchado cuando niña sobre los capitalistas, y que Jacques no sabía cómo contradecir.

Lentamente empezó a comprender que ella estaba en lo cierto. Tío Théodore no era el verdadero tío Théodore sino un aventurero igual que ellos. Esto lo tranquilizó bastante.

-Muy bien –dijo-; que venga.

Los Vieusac no tuvieron valor para recibir a tío Théodore el día de su llegada. Dijeron que lamentaban no poder postergar un corto viaje al paso de Roncesvalles. Aquella noche, a su regreso, mientras subían la escalera, sus corazones latían con furia. Preguntaron al administrador si el tío Théodore había llegado. En efecto, había llegado, dijo el administrador, totalmente envuelto en mantas; el pobre señor parecía sufrir mucho de artritis. El administrador le había comunicado los saludos del señor vizconde, a lo cual no hizo ningún comentario, y poco después se había acostado.

Jacques tenía la sensación de que si perdía de vista a Suzon, tío Théodore caería sobre él como la espada de la justicia celestial; por lo tanto se mantuvo muy cerca de ella. Nunca había sentido con tal fuerza y nitidez cuánto la necesitaba; realmente la quería.

A media noche, ya en la cama, seguían hablando de tío Théodore.

-¿Sabes lo que más me indigna? –dijo Suzon-. Que no se nos haya ocurrido buscarnos un tío Théodore de carne y hueso. Conozco a un hombre en Niza que habría hecho el papel a la perfección.

Por la mañana Jacques no solía estar de muy buen humor, pero después de haber luchado con la incertidumbre durante toda la noche, al amanecer decidió tomar el toro por las astas. Entretanto, Suzon tenía una visión más positiva de las cosas, le agradaba tener un cómplice y se sentía orgullosa de que tío Théodore fuese una idea tan buena como para que alguien se hiciera pasar por él. Lo único que deseaba era que se tratara de una persona inteligente, con la cual pudiesen pactar, de alguien que no perjudicara sus intereses. Como estaba acostumbrada a los parientes ocasionales, pensaba en tío Theodore con mucha libertad. Jacques no era tan audaz, pero muy pronto entró en acción.

¿Quién, en el hotel bañado de sol, podía imaginarse con qué corazón tembloroso subía las escaleras hacia el cuarto piso?



Mientras ascendía, miró el panorama de la ciudad que mostraba la misma apariencia del día anterior. Muchos la habrían considerado adusta e inspiradora de amargos pensamientos, pero Jacques, dentro de su desgracia, tenía un rasgo positivo. Siempre creía que su punto de vista era el único aceptable. Un mes atrás –el día anterior sin ir más lejos- habría mirado con disgusto y conmiseración a las personas que no triunfaban en el mundo, pero ahora que sus cosas iban mal, la desgracia le parecía aristocrática.

El negro de tío Théodore le inspiró un ligero rechazo. Aunque era muy à la mode, nunca había querido tener negros a su servicio, pues no le agradaban. Ahora era casi inevitable que tomara la presencia del negro de tío Théodore como un mal presagio. No obstante, el espíritu de Suzon lo protegía, y habló al negro con serenidad y le pidió una entrevista con su amo. Al poco rato, sólo uno o dos minutos más tarde, se encontraba en el balcón cubierto por un toldo (desde donde se veía un panorama más extenso que desde el suyo, pues se hallaba un piso más arriba), frente a frente con tío Théodore.

Su primera impresión fue que Suzon no tenía nada que temer. Aquel hombre, además, debía ser un gran actor. Tenía todo el aspecto de alguien que ha emigrado de París como cocinero después del colapso del imperio y de la comuna, de quien ha estado a la cabeza de una fábrica de galletas que le ha hecho ganar cien millones de francos y que volvía a la tierra de sus antepasados movido por la nostalgia de los emigrantes. Totalmente envuelto en mantas, se hallaba recostado en una tumbona; saludó a Jacques con dificultad y le ofreció una silla que el negro había traído, pero sin dejar de observarlo con arrogancia propia de las clases bajas. Su autenticidad resultaba molesta y desde el primer momento Jacques se sintió repelido por él.

Después de un rato pareció sorprendido de que el joven noble iniciara su visita con una pausa tan larga. Jacques comprendió que era él quien debía abrir el diálogo.

-¿Tengo el… -no sabía si decir honor o placer- honor de hablar con el señor Théodore Petitsfours?

-Yo soy –dijo el industrial.

-Y yo soy Jacques de Vieusac –dijo Jacques.

-Oh –fue la respuesta de tío Théodore.

-Habría sido más apropiado que usted acudiera a mi –agregó Jacques a quien acababa de ocurrírsele la idea.

-¡Oh! –volvio a decir tío Théodore.

Jacques no sabía cómo continuar la conversación; ni siquiera si estaba seguro de obrar bien o mal al considerar a tío Théodore un descarado. La idea de que era él quien debía llevar la conversación le hacía sentirse incómodo.

-Usted comprenderá –dijo- que nuestro éxito depende de que trabajemos juntos.

-¡Oh! –dijo tío Théodore.

-Pues si la gente comienza a sospechar –prosiguió Jacques- todo estaría perdido.

El tío Théodore no hizo ningún comentario. Jacques se sintió vejado, pero no había nada que hacer.

-Debemos tener muy claro –dijo, aunque para él la situación no resultaba en absoluto clara –nuestra forma de actuar en la comedia que representemos.

La palabra comedia fue un gran hallazgo para Jacques; le devolvió de golpe toda su seguridad. Un emperador romano había dicho en su lecho de muerte que la comedia había terminado; si un emperador podía mirar la vida de esa forma, también podía hacerlo Jacques, y esto por lo menos le facilitaba la manera de enfocar el asunto.

-Ésta es –dijo con una leve sonrisa- nuestra comedia.
Usted ha vuelto de América para redescubrir a su familia; su nombre es, le ruego que no lo olvide, Théodore Petitsfours. En otro tiempo fue cocinero en París, pero ha ganado una fortuna fabricando galletas en San Francisco. Durante su ausencia, su única hermana se casó con el vizconde de Vieusac, cuyo hijo soy yo. Como no existen otros parientes, seremos sus herederos. Ha habido algunas ligeras diferencias entre nosotros, pero ya las hemos superado. Después de nuestra reconciliación se nos verá juntos con frecuencia. Supongo que usted cuenta por el momento con dinero suficiente como para vivir de acuerdo con su rango. Lo que nosotros podemos ofrecerle –continuó Jacques- es mucho más valioso. Gracias a nuestras relaciones usted tendrá entrada en todas partes. Sé que va a decir que nos tiene en sus manos y que no podemos destruirlo. Muy bien, acepto que así sea y espero su respuesta.

  

 Tío Théodore seguía mudo. Jacques se sintió obligado a reanudar la conversación.



-Ahora es el momento –dijo, poniendo cara de romano- que me diga lo que tiene que decirme.

Aparentemente esto no era nada fácil para tío Théodore. Mientras Jacques hablaba había ido incorporándose poco a poco, con gran dificultad, hasta que, gracias a un supremo esfuerzo, pudo ponerse en pie; era una cabeza más bajo que Jacques y tenía el rostro muy encarnado.

-Y bien –dijo Jacques.

En ese instante, tío Théodore le propinó con su mano derecha una tremenda bofetada en la mejilla izquierda, y sin atenerse a las escrituras, le dio un segundo golpe en la mejilla derecha. Parecía querer seguir golpeándolo, pero como si esto resultase demasiado agotador para él, después de una pausa de dos o tres segundos, súbitamente se volvió a sentar. Lo único que le impidió a Jacques saltar sobre él y matarlo fue su enorme parecido con la anciana madame Vieusac, la madre de Jacques, que se hizo patente junto a su enfado.

-Condenado títere –dijo tío Théodore. Y en seguida perdió por completo la voz; se quedó inmóvil hasta que su vieja sangre francesa, que había estado al servicio de la guillotina en el año 93, se sublevó y volvió a impedirle a actuar, esta vez con gran energía -. Condenado títere –gritó- ¡Cochon! ¿De qué me estas hablando? Soy un verdadero francés- Un hijo del pueblo libre francés, que es el pueblo más glorioso del mundo. Mi padre fue obrero, hizo un trabajo decente por treinta céntimos la hora y mi madre, uno indecente por cincuenta. Desde que volví he buscado en vano a mi única hermana. He puesto anuncios en:  Le Matin, Figaro, La Petit Journal, La Patrie y l´Independeance Belge, pero todo ha sido inútil, debe haber muerto y ahora descansará bajo el sagrado suelo de la patria. Sí –gritó mientras se daba a sí mismo golpes que hacían retumbar su pecho-, soy un hijo del pueblo y quien insulta a Théodore Petitsfours insulta al pueblo francés. ¡Cien millones de francos, hágame el favor! Y podríamos decir ciento cincuentamil sin excederme ni en un sou. ¿A qué te referías con ligeras diferencias, eh?  Explica cuál es tu truco, explica a qué obedecen todos esos preliminares, explica qué son esas pequeñas diferencias, explica eso del vozconde de Vieusac, o de lo contrario el pueblo francés te dará una patada y te arrojará por el balcón. ¡Que la madre patria viva muchos años! .

-Cálmese –dijo Jacques de Vieusac-, me iré por mi propia voluntad.

Con paso firme se alejó del balcón cruzando la sala de tío Théodore, pero al llegar al otro extremo se encontró con un muro, donde en vano intentó hallar el tirador de la puerta en medio de un fresco que representaba a Napoleón y la guardia de Fontainebleau. Se volvió, pálido como un muerto.



-Le ofrezco mis disculpas, monsieur Petitsfours, y me marcho por mi propia voluntad. –Después de lo cual encontró el tirador de la puerta y salió.

Bajó las escaleras con el ímpetu de una piedra lanzada por alguien y llegó hasta la planta baja como si Suzon, que lo esperaba abajo, no existiera. En su alma ahora había únicamente un impulso, el deseo de estar solo.

Lo sucedido era extraordinario. En su mente lo calificaba de milagroso, y estaba seguro de hallarse en estado de embeleso. Era cierto que había perdido el control después de recibir aquella bofetada, algo que no le había ocurrido en los últimos diez años; sin embargo no se trataba de eso. No; era como si por un artificio del destino, los golpes de tío Théodore le hubiesen sido dados con buenas intenciones; y los aceptaba con absoluta humildad.

Sabía que le había sucedido algo muy agradable y pasó de largo frente a las habitaciones de Suzon con indiferencia, borrándola totalmente de sus pensamientos, como si no existiera, pues ella sería incapaz de comprender su satisfacción y él tenía que experimentarla plenamente.

Salió en silencio a la calle y comenzó a recorrer la ciudad. Se detuvo a mirar un montón de melones, un paraguas exhibido en la vidriera de una tienda, cuyo mango tallado representaba una cacatúa, como si fuesen visiones insólitas sin conexión con nada conocido.

                Se sentía maravillado de que tío Théodore no fuese un impostor, sino su verdadero tío Théodore, el hermano de su madre; y que entre todos los hoteles del mundo hubiera elegido aquél, dónde conocería a Jacques; y que cuando Jacques le sugirió que unieran sus fuerzas, lo hubiese desenmascarado como a un tunante propinándole a continuación un correctivo. Aquello era un simple percance. Algo que no tenía la menor importancia, pues sólo probaba que el mundo era distinto a lo que él suponía. Así que uno debía actuar rectamente en los duelos, batirse de acuerdo con el código de honor, y también perseguir a los judíos. De ello se inferia que la chica en Lourdes realmente había tenido visiones y que los reyes lo eran por la gracia de Dios. Se hacía evidente que la virtud de los pobres sería premiada y los antimilitaristas recibirían su merecido. Como si todo esto hiciera posible su auténtica felicidad, Jacques sintió que una vasta y tranquila armonía penetraba todo su ser. 

El calor de aquel día se había acentuado hasta hacerse intolerable; el cielo, la tierra y el pueblo se veían igualmente blancos, como si sus colores hubieran sido calcinados,, y entre los sufridos seres humanos y sus animales, el pobre y gordo Jacques caminaba como un hombre común y corriente. La hora de la comida lo hizo volver a la realidad y lo persuadió para que regresara al hotel. El ascensorista le miró, pero Jacques se limitó a fijar la vista al frente. Ni el mismo ascensorista, ni siquiera el tío Théodore existían para él. Cedían el paso a la nueva y abrumadora sensación que lo invadía.

Encontró a Suzon muy alterada. Más tarde Jacques supo que, como él no volvía, ella había subido también al aposento de tío Théodore. Gracias a ella el tío Théodore terminó de armar el rompecabezas. 

. Jacques no logró imaginarse el fin de esa entrevista, pues tío Théodore había hallado en ella una oponente de su mismo temple, y el pueblo francés cuando recibe una patada, responde de igual forma. Ella se sentía muy cansada y pidió que le subieran la comida.  
Suzon le dijo que debían huir. Había empezado a hacer las maletas y su elegante vestuario yacía desparramado por el suelo del dormitorio. Quería irse a Egipto, pues allí tenía una amiga que había hecho fortuna. Pero Jacques no quería hacerlo. Desde su época de estudiante en Inglaterra, le resultaba intolerable vivir en cualquier lugar que no fuera el sagrado suelo francés. Prefería quedarse ahí y hacer frente a lo que viniera.

Apenas habían comenzado a discutir sobre este asunto cuando llamaron a la puerta. Jacques en persona fue quien abrió y franqueó la entrada a su destino. Se le presentó bajo la digna forma del sous-prefet de Cauteretz quien venía acompañado por el administrador del hotel; miró a Jacques, miró a Suzon; a través de la puerta observó detenidamente sus ropas, después de lo cual habló como su fuese un nuevo ángel del libro de la Revelación.

-Señor –dijo a Jacques-, tengo el deber de informarle que Monsieur Théodore Petitsfours ha formulado una acusación en su contra, de tal magnitud, que el sentido de la justicia del pueblo francés requiere, de forma imperativa, una amplia investigación antes de que usted abandone Cauteretz. Se le acusa de haber usado un nombre que no es el suyo y de hacerse pasar ilegalmente por el conde de Vieusac.

Durante algún tiempo los periódicos dieron importancia al escándalo. El pequeño amigo del trabajador, de París, publicó un gran retrato de tío Théodore en primera página con un pie aprobatorio:  «¡Bravo! ¡Un verdadero francés! La historia de la vida de Théodore de Petitsfours. ¡Que los vizcondes y farsantes aprendan la lección!» Entre los amigos de Jacques las noticias causaron pánico. Nadie podía creer que se tratase realmente de Jacques. El duque y la duquesa d´Argueil viajaron a Cauteretz en su limusina para indagarlo. Cuando comprobaron que realmente se trataba de él, se hospedaron en el hotel para asistir al juicio. Merced a los grandes esfuerzos la duquesa obtuvo permiso para visitar a Jacques y le llevó, a escondidas, una botella de vinaigre de vin de toilette, sin el cual él no podía vivir.

Ella asistió a todas las sesiones del tribunal, pero el duque, que había sido muy amigo de Jacques, no pudo soportarlo y finalmente volvió a su casa en automóvil. Hasta entonces los habitantes de Cauteretz se habían detenido a mirar la limusina y rondando a su alrededor algo inquietos y oprimidos por los acontecimientos que se desarrollaban en su entorno, como lo haría un chico vergonzoso después de su primer triunfo.

Podría decirse que Suzon era el punto débil de Jacques. Cuando habló de su familia en Bordeaux, fue desenmascarada de inmediato. El barón Salla había muerto y no pudo aclarar las relaciones entre las personas y los hechos; sin embargo, al analizar el asunto, quedó muy claro que ella nunca había sido mademoiselle Boyer. Cuando Jacques fue interrogado no dijo nada. Sólo abría la boca para decir que era el vizconde de Vieusac y trataba a la corte con desprecio. En este rasgo uno podía recordar al viejo vizconde, algunos de cuyos amigos fueron citados a declarar, aportando una fragante elegancia del siglo diecinueve a la sala de la corte. Uno de ellos opinó que Jacques se parecía al viejo vizconde, otro, que su estilo era muy diferente; pero todos estuvieron de acuerdo en aquel matrimonio, del que habían oído rumores durante algún tiempo, sólo fue una broma de su amigo. Se publicaron anuncios buscando a la hermana de Monsieur Petitsfours por todos lados, pero no fue hallada. Al parecer, Jacques no era el heredero de tío Théodore y el asunto llevaba camino de perder interés.

Entretanto las relaciones entre Jacques y Suzon se habían hecho algo tensas, sin contar con el veredicto que pesaba sobre sus cabezas. Jacques se sentía tranquilo, muy tranquilo y casi feliz. La idea de que estaba cumpliendo la promesa hecha a su madre a un precio tan alto para él, le daba ánimo, valor y tal lucidez, que hasta el carcelero sintió su influjo y reflexionó seriamente sobre unas cuantas cosas. Para Suzon, en cambio, la situación era más complicada.

Estaba dispuesta a apostar su cabeza a que Jacques era un vizconde. A ella le era indiferente que él fuese o no vizconde, pero no podía comprender por qué él se negaba a demostrarlo y esta negativa la hería profundamente, la hería hasta donde Suzon podía ser herida. Se decía que lo más razonable era dejar que se las arreglase él solo, hasta que acudiera a ella a explicárselo todo, pero se había producido un cambio en su carácter que la llenaba de inquietud, y ya no estaba tan segura de que él la siguiera amando. Finalmente comenzó a acosarlo. Esto culminó con una gran escena en la que ella se quitó el anillo de boda y se lo arrojó a la cara.

-No te quepa duda – le dijo-, no te quepa duda, vizconde de Vieusac, que de ahora en adelante no tendré nada que ver contigo. Puedes jurarlo, encanto, pues no volveré a ti aunque el arzobispo de París me lo pida. No volvería a tocarte ni por todo el vil metal de tío Théodore. Ya lo sabes.

Durante el juicio continuó el calor inaguantable. El juez, que era la única persona que no podía mirar el reloj, pues éste estaba colgado a sus espaldas, de pronto se dio cuenta de que tampoco podía pensar. Estaba en un callejón sin salida, pues no podía dilucidar quién era Jacques, y sin embargo, el acusado tenía que ser alguien. Adoptó una actitud pensativa para mantener la compostura y dijo al abogado Delaisson:

-Mi querido amigo, estamos frente a un caso extraordinario.

Esa misma noche Jacques escribió a su madre una carta que decía:

«Querida madre:
Le envío algunos recortes de periódico en los que podrá enterarse de que estoy a punto de ser condenado por decir que soy su hijo. La ley no me inspira ningún respeto y que se me condene justa o injustamente no tiene la menor importancia para mí. Sin embargo, lo que usted pueda pensar al respecto, sí me importa, y confío en que conservará sus nobles sentimientos hacia mi persona. No puedo seguir escribiendo, el llanto me lo impide, aunque las lágrimas en verdad son un alivio.

Su hijo que la ama:

JAQUES LANDRY DE VIEUSAC»



Cuando el carcelero llevó la carta al correo no tenía ni idea de su contenido.

El cartero de Chantilly tampoco lo sabía cuando una mañana de septiembre la entregó a la fiel Victorine, que se hallaba de pie frente a la puerta, y de quien estaba enamorado. Durante su ya larga vida se había enamorado cuatro veces, todas ellas de Victorine, quien nunca le había correspondido.

-Vaya, mademoiselle Victorine –dijo en tono de chanza -, cómo ha engordado usted.
-Sí, pero no por su causa –respondió Victorine que lo encontraba muy aburrido.

La anciana madame de Vieusac leyó la carta, y después de haber reflexionado durante media hora mandó a Victorine que le trajera de inmediato a su confesor, el padre Daniel.

Durante los años que ella había vivido en Chantilly, él había sido su más fiel amigo. A la pureza de su carácter inflexible se unía un auténtico interés por todos los seres humanos; además había leído los recortes de periódico enviados por Jacques.
Cuando ella le explicó el asunto, él, gracias a sus muchos años de ministerio, le encontró de inmediato una solución moral.

-Mi querida amiga –dijo-, Dios es infinitamente más sencillo que nosotros. Éste es el premio por el amor que usted tiene a su hijo. La oportunidad de presentarse ante el mundo como su madre, no humillándolo con esto sino logrando su salvación. La conmino a partir sin tardanza y con ánimo sereno.

Fue lo que hizo, y en consecuencia, la corte de Cauteretz se llevó una gran sorpresa. Un martes, después de un largo interrogatorio al administrador del hotel que había sumido a todos los asistentes en un estado de somnolencia, incluso a la duchess, a pesar de que ella comiera caramelos de menta sin interrupción para mantenerse despierta, se oyó un grito. Lo había lanzado uno de los policías de la puerta al ser apartado con un golpe por una mujer pequeñita, gorda, de mejillas rojas, vestida de negro, con un perrillo bajo un brazo y un maletín color castaño bajo el otro, quien atravesó la sala de la corte en dirección al juez.



Lo miró a la cara, puso el perrillo en el suelo y mientras colocaba el maletín ante su señoría, del mismo modo que Juana de Arco depositó las banderas ganadas en combate delante de Carlos VII, habló con una voz clara y nítida, que pudo ser oída por todos los que se encontraban en la sala:

-El joven que esta ahí, de pie, es el vizconde Jacques de Vieusac, y es mu hijo. Soy Marceline, la hermana de Théodore Petitsfours. En este maletín encontrará mi certificado de bautismo y el del vizconde, nuestro certificado de matrimonio, los certificados de bautismo y vacunación del niño, y un certificado de solvencia moral firmado por mi confesor. Lo que mi hijo el vizconde ha dicho, relativo a la herencia de su tío Théodore es muy razonable, pues no sé a quién podría dejar su dinero mi hermano si no es a mí. Y como mi hermano Théodore ha declarado aquí, en la corte, ser poseedor de más de ciento cincuenta millones de francos, mi hijo se ha quedado corto al decir que esperaba heredar cien millones. El hecho de que el sistema legal francés ha estado a punto de dictar una sentencia injusta, no habla en vuestro favor, señores. –Luego, volviéndose hacia su hijo, exclamó-:¡Jacques, abraza a tu madre!

Describir la alegría del encuentro, en este caso en que la madre no veía a su hijo desde hacía ocho años, la hermana no veía al hermano desde hacía cincuenta, ni el hermano a la hermana, en que la nuera nunca había visto a su suegra, y en que el juez y el perro nunca habían sido presentados, resultaría casi imposible. Su gran emotividad contagió a toda la corte, se oían sollozos por toda la sala y algunos aplaudieron como si estuviesen en el teatro para expresar así su aprobación ante lo ocurrido.

Debió ser muy aburrido para el juez tener que estudiar el caso de nouveau. Pero él también fue víctima de la emoción y no sintió molestia sino orgullo, pues los ojos de Francia estaban puestos sobre Cauteretz y se sentía imbuido de una vitalidad nunca antes experimetada. A tal extremo, que la llegada de madame de Vieusac a la sala del juicio y el vuelco de los acontecimientos provocaron un cambio en su matrimonio, que hasta entonces había sido monótono y sin hijos… pero basta de eso. Aquella noche, y varios días después, Cauteretz se estremeció como una bandera jubilosa bajo el sol y la brisa. Sucedieron muchas cosas. Sin embargo, la duchess perdió el interés y regresó a París.

xxxxxx 

La verdad es que Jacques y Suzon estaban hartos de Cauteretz. Tan pronto como les fue posible, viajaron con la anciana vizcondesa y tío Théodore a Chantilly, donde Victorine se las arregló para darles cabida a todos. El padre Daniel llegó en seguida a felicitarlos; como el tío Théodore había estado tanto tiempo en América, entabló una discusión sobre la historia de Lt, y toda la tarde se estuvieron paseando por el pequeño jardín de madame de Vieusac, mientras charlaban en tono amistoso.

Suzon se enamoró al instante de su nueva familia. Siempre tuvo la facultad de adaptarse a situaciones nuevas, y ahora se le hizo evidente que esta burguesía sencilla y sólida era su auténtico elemento. Le pareció que por fin se encontraba entre personas que conocían la vida y la tomaban en serio.

Después de tres días en Chantilly fue por la mañana al mercado con Victorine para comprar una coliflor fresca, y en tanto el padre Daniel y tío Théodore discutían, ella y la anciana vizcondesa se sentaron a dilucidar de qué modo pondrían en orden los asuntos de Jacques.

Tomaba el desayuno sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza llena de rizadores, y bebía café en un platillo. El barón Salla se habría sentido decepcionado, pero ya estaba muerto y pertenecía al pasado más remoto.

El primer domingo que pasaron en Chantilly, la anciana vizcondesa ofreció una cena íntima en la que ella y tío Théodore cocinaron todos los platos. Hacía muchos años que ninguno de los dos gozaba tanto como aquel día, mientras trajinaban por la cocina como en los viejos tiempos, cuando ambos eran pinches de Paillard, donde los grandes duques de Rusia, y a veces hasta el emperador en persona, solían cenar.

Ningún gran duque ruso comió mejor que nuestra familia aquella noche en Chantilly.

-¿Crees que esta sopa tiene suficiente pimienta? –preguntó la anciana vizcondesa con ansiedad.
-No del todo –dijo tío Théodore-, no del todo. Con las carpas beberemos Chateau Yquem, y con este excelente vino francés me permito brindar por el símbolo de la unidad de nuestra familia, el pequeño Théodore de Vieusac que será mi único heredero.

La anciana vizcondesa cruzó las manos sobre su vientre, llena de satisfacción ante esta idea. En su mente vio a un pequeño Vieusac de ojos negros preparando confituras en una olla enorme.
-¿Qué dices tú al respecto, Jacques? –preguntó Suzon con humildad.

Fin


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